Lo alucinante de 'El Palmar de Troya', serie que Movistar ya tiene en emisión, no es lo alucinante, increíble, desvergonzado y un etcétera de improperios morrocotudos contra ese negocio de la fe podrida que en manos de cuatreros y charlatanes levantó un imperio a finales del siglo pasado en un erial de ese pueblo sevillano.

Lo alucinante, llamativo hasta cotas indecentes, lo que de verdad espanta y cautiva es que hubo gente que creía semejante patraña. Viendo las imágenes, unas reales, otras recreadas con los testimonios de renegados, de videntes, de aprovechados, de arrepentidos y de crónicas de la época -el lío empezó en 1968 cuando cuatro niñas dijeron ver a la Virgen en mitad de la nada-, viendo las imágenes, digo, no entiende uno por qué la gente necesita del engaño a esos niveles de farsa.

Llagas, estigmas, videncias, voces de ultratumba, alucinaciones, éxtasis, retortijones ante las cámaras, un circo que sólo mueve a la risa compulsiva.

Pero no para quienes rodeaban a los gerifaltes, unos golfos liderados por el vivales Clemente Domínguez -buenos restaurantes, alcohol, desenfreno- que se autonombró papa Gregorio XVII trayendo al obispo vietnamita Pedro Martín Ngo-Din Thuc, un asilvestrado católico que ayudó a los farsantes palmarianos a montar su imperio.

El trabajo del director de 'El Palmar de Troya', Israel del Santo, es sobresaliente. Después de tres años de investigación con su equipo, el resultado son cuatro capítulos que nos resumen cincuenta años de delirio, fascinación, perplejidad, negocios turbios, abusos sexuales, sospechas de evasión de impuestos, en fin, un montón de trolas que, insisto, lo alucinante es que haya quien se las creyó, o se las crea. Moraleja, los farsantes nunca mueren.