Diario de Ibiza

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Dominical | Memoria de la isla

El corn Marí

«Quan era petit, com és normal en tots els al·lots, m’haguera agradat manyuclar es corn i fer-lo brular, però mai m’el deixaren tocar de mans, perquè deien que em podia caure a terra i el podia rompre. Record que m’agradava molt es so fosc que feia i quedava esglaiat de veure sa manya que tenien per fer-lo sonar. S’oratge i es vent s’emportava es brunzit que, segons deien, mar endins, es podia sentir de ben lluny». Joan Planes ‘Rubió’

Al pie y a la izquierda, la caracola. | HANS HELFRITZ

Sería interesante saber desde cuándo se utiliza este hermoso gasterópodo marino, la Cheronia nodifera, una caracola que puede alcanzar los 40 cm –la más grande del Mediterráneo-, para hacer señales acústicas o, como decimos en Ibiza per fer brular es corn. ¿A quién se le ocurriría la extraña idea de utilizarlo para soltar a larga distancia un bocinazo? Todavía recuerdo mi asombro cuando –tendría cinco años o poco más- me dijeron que las caracolas guardaban en su interior el sonido del mar. Pensé que me engañaban, pero era cierto: me acercaron al oído la boca de una caracola vacía y, efectivamente, allí dentro se oía el rumor del oleaje. Muchos años después, ya mayor, se me desveló el misterio: las vibraciones del aire dentro de la espiral de la caracola, motivadas por su particular sección tubular que disminuye de manera regular y progresiva de fuera-adentro, genera el sonido que, precisamente por sus fluctuaciones, recuerdan las idas y venidas de las olas en la playa. Luego he sabido que, por la misma razón, la cóclea del oído interno es asimismo espiralada.

La caracola de mar pudo utilizarse en tiempos muy antiguos para dar avisos. Los arqueólogos han identificado caracolas en enterramientos que tienen más de cien mil años y hoy sabemos que también tuvieron usos prácticos y domésticos, convertidas en lámparas, recipientes y, por supuesto, instrumentos musicales. Posiblemente por ser elementos de tan perfecta proporción y tan precisa geometría, se las tenía como una excelencia artesanal de los dioses y pasó a formar parte de rituales y mitos. Se creía que su sonido ahuyentaba los malos espíritus y, todavía hoy, en los santuarios hindúes del dios Vishnú se hace sonar tres veces la shankhá, caracola marina, para abrir y cerrar sus ceremonias religiosas. Hasta no hace muchos años, era un instrumento cotidiano en las islas del océano pacífico y, sin ir tan lejos, se utilizaba también entre los guanches del archipiélago canario que llamaban bucios a las caracolas, nombre que tienen todavía.

Niebla o peligro

En las cubiertas de las barcas de bou y de los pequeños llaüts, los pescadores tenían siempre a mano aquella enorme caracola que, cuando se navegaba con niebla o en caso de peligro, la hacían sonar con insistencia para advertir de su presencia a otras embarcaciones o a la costa. El uso de la caracola como primitiva trompeta también aparece en relieves romanos en los que vemos como la soplan las gentes de la mar. Lo sorprendente es que se haya seguido utilizando a lo largo de los siglos y que su uso haya llegado a nuestros días. En los tiempos del Corso, los vigías que en las atalayas costeras oteaban el horizonte marino hacían sonar la caracola para, a larga distancia, pasar aviso de ‘moros en la costa’. Aquello permitía que quienes vivían tierra adentro, en casas aisladas, tomaran precauciones y se refugiaran en la torre predial o, si convenía, en las iglesias fortificadas que llegaron a estar artilladas.

En tiempos más recientes y menos turbulentos, la caracola también se utilizó en las Salinas para marcar a los trabajadores el descanso del mediodía y el final de la jornada. Y sin retroceder tanto, recuerdo que cuando vivía en Sant Joan, a principio de los años 50, todos los miércoles llegaba al pueblo en bicicleta un señor ya mayor que en el portante cargaba tres o cuatro cajas de pescado y a la altura de nuestra escuela que estaba a la entrada del pueblo, -nosotros lo veíamos por la ventana, desde los pupitres-, hacía parada y con una parsimonia infinita sonaba con fuerza una caracola de sonido grave y oscuro que atraía enseguida a las mujeres.

Técnica y práctica

Siempre que he tenido en las manos una de esas grandes caracolas no ha dejado de sorprenderme que una maniobra tan sencilla como hacerles un pequeño orificio en el extremo más puntiagudo de la concha las convierta en instrumento de viento. Un pescador me explica cómo se hacía: «Es corn no és mal de fer. Quan una barca n’agafa un d’embolicat a ses xerxes, es bull, se l’hi treu sa carn que és molt tirosa i, quan sa closca és ben neta per dintre i per fora, ve sa part més delicada. S’ha de fer un forat amb una llima en es cap més prim, as cornaló. Am molt d’esment, perquè es podria escantellar i tot se’n va a norris. Es forat ha de ser ben rodó i convé provar-lo a mesura que es va foradant. Quan s’aconsegueix es so desitjat, ja està fet es corn i si es neteja amb lleixiu queda pulit i blanc». La cosa parece sencilla, pero no lo es. Porque aunque se sepa hacer el agujero, lo difícil es conseguir que la caracola suene. Yo no he pasado de sacarle una ridícula pedorrea. Fer brular es corn exige práctica. Hay que inflar convenientemente los carrillos y soplar de determinada manera hacia el interior tubular del caparazón. Parece que el secreto está en colocar bien los labios en el orificio y en saber soltar el aire para hacerlo vibrar en la espiral. Si se hace bien, la caracola es una auténtica trompeta. Un buen sonador es capaz de conseguir distintos tonos del modesto exoexqueleto y hay, incluso, quien sabe sonar –y eso es ya virtuosismo- dos caracolas a la vez. 

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