Lleva sus propuestas de terror al límite, multiplicando hasta tal punto las situaciones extremas y deliberadamente exageradas que es difícil superar los estragos que producen en el auditorio.

Nadie pone en duda que el director, el cineasta de origen latino Michael Chaves, es un experto en configurar un clima desmesurado de horror y miedo, aunque también es consciente de que podía haber encauzado buena parte de semejante potencial por vías más productivas y estimulantes. Porque lo que nos ofrece se apoya en lo gratuito y en su afán por demostrar que ha heredado ingredientes del género que tienen sobrada capacidad para asustar.

De hecho, es difícil encontrar una película reciente que lleve al espectador a un terreno tan horroroso. La Llorona no es una película original, si bien tampoco es un puro remedo de títulos terroríficos de la especialidad. Está ambientada en Los Ángeles en 1973 y tiene dos instrumentos esenciales para sembrarla tensión y la angustia, la presencia de niños en el reparto que contribuyen a fomentar el choque entre maldad e inocencia y la habilidad para valerse de efectismos que desatan un aluvión de sustos que ponen en vilo a un determinado público. Sin ocultar algo que hay que valorar como se merece, que estamos ante el debut como director de Chaves, preparado para alcanzar objetivos más ambiciosos.

La práctica totalidad de la cinta se desarrolla en una casa que va a convertirse en morada del Mal, en concreto de una trabajadora social y madre soltera viuda, Anna, que trata de hacer compatibles ambas obligaciones y superar la muerte del marido. Y aunque es una mujer escéptica que se enfrenta sin miedo a supuestos fantasmas, no se libra de los suyos propios, más aún cuando la llaman a casa de Patricia Álvarez y se encuentra a sus dos hijos pequeños encerrados en un armario.

Está convencida de que la madre los ha encerrado. Con este planteamiento lo que priva es una batalla final de generada en la que hay desmanes y excesos por todas partes, sin lugar para el aburrimiento, entre otras cosas porque la tensión y los gritos mantienen en vilo al respetable.