Sus repercusiones han sido mínimas y su estreno ha pasado casi inadvertido, a pesar de lo que sería injusto marginar por completo una película como ésta que ofrece diálogos por momentos espléndidos y que transita del sarcasmo a la mala uva, pero también con momentos, muy a pesar de los protagonistas, no exentos de algo parecido al amor.

Es, además, una cinta insólita y nada convencional que no alcanza la hora y media de metraje y que cuenta con dos únicos actores, Keanu Reeves y Winona Ryder. Los demás solo aparecen en segundo plano y sin pronunciar palabra.No es frecuente que un largometraje dependa exclusivamente de la química de los protagonistas.

Con el título alternativo de Un narcisista no puede morir porque entonces el mundo entero acabaría, el espectador se convierte en testigo durante tres días de las largas conversaciones que mantienen dos de los invitados, Frank y Lindsay, que acaban de conocerse mientras esperaban subir al avión.

Descubren entonces que el novio, el medio hermano de Frank y a quien éste detesta, es el exnovio de Lindsay, que les ha obligado a desplazarse hasta una zona de viñedos de California. Ajenos a la ceremonia, que nunca aparece, se verán inmersos en una especie de lucha dialéctica en la que priva la hostilidad y el afecto a partes iguales.

Por eso el director, Victor Levin, que firma aquí su segunda cinta, tras debutar en De 5 a 7, reniega de definir La boda de mi ex como una comedia romántica. Desigual, con conversaciones a veces deliciosas y repletas de sarcasmo pero con fases menos interesantes, es obvio que la química existente entre Keanu Reeves y Winona Ryder aporta una consistencia decisiva e impide que un artilugio tan delicado como el de este producto se venga abajo.

No conviene olvidar que es la cuarta vez que ambos coinciden en un reparto, alguno tan destacado como el Drácula de Bram Stoker. La aparición del puma, por ejemplo, es delirante y adquiere un diseño casi de monólogo, en tanto que la escena de amor al aire libre roza los límites de la boutade. Pero no hay que despreciar algo tan fuera de contexto y a la vez peculiar, que no llega a perder nunca el rumbo.