Si no hubiera estallado la crisis del coronavirus hubiera presentado su libro en Ibiza en marzo en la Bodega Los Gatos, en Sant Antoni, el lugar donde se crió y que retrata en esta última novela. ¿Hay algún motivo especial que le moviera a escoger este sitio?

La Bodega Los Gatos es una maravilla porque para los de mi generación, especialmente para los que somos de Sant Antoni, era un lugar casi mítico al que íbamos de adolescentes cuando salíamos los sábados a tomarnos la primera y luego seguir de fiesta. Es un local que se mantiene exactamente como estaba y eso me parece alucinante en los tiempos que corren. Era el lugar perfecto para presentar el libro porque está en una de las calles que bordean el West End. También tenía mucha curiosidad de ver cómo me iba a sentir allí y lo que podía generar entre el público porque es una novela que habla de Sant Antoni. Hace muchos años que no vivo en Ibiza y seguramente iban a venir personas de mi pasado, los amigos que tenía entonces, que ya no veo con tanta frecuencia, y gente del pueblo. Para mí iba ser una presentación muy imprevisible en la que podría ver en directo cómo ha sentido la novela la gente de Sant Antoni que la ha leído. Tenía muchas ganas de hacer esa presentación y, de momento, no va a poder ser.

Hablando del West End, que da título a la novela, no sé si está al tanto de que la zona está prácticamente muerta este verano a consecuencia de la crisis del coronavirus y de las restricciones del Govern

Me lo imagino perfectamente, porque con el coronavirus el turismo tiene que haber cambiado mucho. Hace un par de semanas estuve en la isla visitando a mi familia y se hace un poco raro ir, por ejemplo, a Caló des Moro en julio y bañarse allí con el agua cristalina y sin apenas nadie alrededor. Es una sensación extraña. Estamos viviendo un verano inédito e impresiona. Esto es causa del coronavirus y evidentemente es algo malo. Es un impacto tremendo en la vida de todo el mundo. A pesar de lo negativo, también hay un aprendizaje, que tiene que ver con el cambio. Teníamos asumido como algo universal que cada verano de Sant Antoni iba a ser exactamente igual, abarrotado del mismo tipo de turismo y, de repente, aparece algo que nos afecta a todos y uno recibe esta especie de aprendizaje directo de que la vida cambia y que es mejor aprovecharla, porque se nos va enseguida. Algunos cambios pueden tener una apariencia positiva, como esta maravilla inédita de estar en Sant Antoni como si no hubiera turismo y fuera una especie de playa virgen. La realidad es que no es así ni nos interesa que sea así. Un montón de generaciones de portmanyís han vivido del turismo y lo necesitamos. Podemos ponernos muy cursis y decir que ahora parece un paraíso, y tal vez lo sea, pero nosotros hemos salido de otro lugar y vivimos allí, sobre todos los que somos hijos de la inmigración interna, por el turismo.

¿Cómo es el West End de su infancia, el de la novela?

El West aparece en el libro en la parte final, cuando voy a buscar a mi abuelo, que se pierde por Sant Antoni. Lo encuentro allí y como es de día, lo que hay es algún guiri resacoso y los restos de la fiesta de la noche anterior. Para quien no conozca la zona, cuando lee la novela, debe darle la sensación de que es una invención literaria. Porque en realidad el West tiene ese tipo de carácter de los lugares que han sido creados por el capitalismo para una cosa concreta, pero que no tienen alma. Pasa lo mismo con los aeropuertos. Cuando no son usados para lo que han sido creados, en el caso de West para ganar dinero con los guiris, pierden sentido, es como estar en un parque de atracciones cerrado.

Me llama la atención una frase del libro: «He tenido que doblar la edad que tenía entonces para sentir plenamente el orgullo de la isla». ¿Qué quiere decir exactamente?

En ese momento que recojo en la novela era un adolescente y mis amigos y yo vivíamos en ese pequeño mundo de los hijos de los inmigrantes andaluces de Sant Antoni. Viviendo en esa pequeña burbuja no nos enterábamos de un montón de cosas que estaban pasando en la isla muy interesantes. Por ejemplo, no sabía nada de lo que estaba ocurriendo en Benirràs, donde se reunía gente para tocar los tambores en protesta por la guerra del Golfo. La isla ha sido un eje de cambio, un lugar que ha atraído personajes que han ido allí a experimentar cosas, a sentir la libertad. Porque Ibiza se relaciona históricamente con la libertad, sobre todo en un país como el nuestro que viene del nacionalcatolicismo y del franquismo. Tuve que hacerme mayor y empezar a leer cosas sobre Ibiza que escribieron Walter Benjamin o Antonio Escohotado para entender lo que realmente era la isla y sentir de verdad el valor del lugar en el que estaba viviendo.

En la obra mezcla ficción y realidad. ¿Qué hay de verdad en personajes como el de Ibars, un médico que trabaja con su propia ambulancia para atender las numerosas urgencias del West en verano?

Este personaje me lo inventé. La única cosa que hay de verdad es que cuando yo era joven vi que muy cerca del West había un pequeño centro médico con una ambulancia que trabajaba con las urgencias que se producían en la zona, como hace Ibars en la novela.

Otro de los personajes que llama la atención es Bart Huges, líder de un grupo que por aquella época defendía la trepanación como método para mejorar la salud y expandir la conciencia. Aquí sí se basa en la realidad, por sorprendente que parezca.

Sí, Bart Huges es cien por cien real. Es un personaje impresionante, que vivió unos años en Ibiza, en la época en que mi familia llegó a la isla. Era médico y cuando estudiaba le había llamado la atención que en todas las culturas milenarias antiguas de los cinco continentes había existido la trepanación. Experimentó consigo mismo y se trepanó. Según explicaba, el tener un agujero en el cráneo le relajaba, le producía un estado parecido al de estar colocado, pero de forma constante y le quitaba preocupaciones. Un montón de gente comenzó a seguirle y a trepanarse la cabeza. Me enteré de su existencia cuando yo mismo hace muchos años tuve curiosidad e investigué sobre la trepanación.

A través de la historia de su abuelo, que padeció esquizofrenia, aborda el tema de la salud mental en tiempos del franquismo. Menciona a un personaje real, el psiquiatra militar Antonio Vallejo Nájera, cuyas teorías, especialmente las que se refieren al sector femenino y en concreto a las mujeres comunistas o republicanas, ponen los pelos de punta.

De Vallejo Nájera sabía bastante porque había leído mucho sobre la teoría eugenésica de los nazis para escribir mi anterior novela. Todas las teorías de él vienen de ahí. Era uno de sus principales valedores en España. Al franquismo le iba muy bien asociar la libertad individual y todo aquello que no respondía a su ideario con la enfermedad mental. De manera que ser libre, proletario, luchar por tus derechos sociales y laborales o ser marxista se asociaba a tener una salud mentad débil. Respecto a las mujeres, Vallejo Nájera tenía la idea de que aquellas que se 'contagiaban' de las nuevas ideas progresistas eran más recalcitrantes que los hombres. Toda su teoría se basaba en separar a estas mujeres de sus hijos para poder así extirpar de alguna manera el gen marxista.

¿Le da la impresión de que hemos avanzado mucho en lo que se refiere al tratamiento de la salud mental?

La sensación que yo tengo es que hay pequeños grupos que han avanzado mucho, como estos psiquiatras finlandeses que cito en la novela, pero el sistema lo ha hecho muy poco, estamos en pañales. No solo en la psiquiatría. Si pensamos en el feminismo o en la educación pasa lo mismo.

Parece que lo que se pretende buscar con la medicación que reciben las personas con enfermedad mental es la vía rápida para tapar el problema más que darle una solución.

Eso pasa porque estamos medicando nuestros miedos más que su dolencia. Algunos síntomas de la enfermedad mental como el brote psicótico nos dan miedo a los que no los tenemos. Hay una cuestión de dinámica de poder, que maneja no los enfermos de salud mental, si no los médicos, los políticos y los 'sanos', que tememos determinados síntomas. Esos miedos son los que están marcando la agenda farmacéutica, no las verdaderas necesidades de los enfermos.

En la novela aborda otro tema que, al igual que la enfermedad mental, sigue siendo tabú, el alcoholismo.

Me parece muy interesante escarbar en por qué determinadas sustancias que alteran la conciencia y tienen serios efectos sobre la salud física y mental de las personas son legales y otras no. Yo tengo la intuición de que el alcoholismo en nuestras culturas occidentales tiene que ver con la gestión de la masculinidad. Mi abuelo, por ejemplo, se hizo alcohólico porque realmente estaba intentando gestionar sus emociones, pero en España, en los pueblos, en su época, todos los hombres bebían. Creo que tenemos que crecer un montón, que tenemos mucho trabajo por hacer y que el feminismo es una bendición para los hombres. Porque cuando pillemos de una vez de qué va el rollo entenderemos que tenemos una relación con las emociones terrible y que nos cuesta muchísimo lidiar con ellas y que la masculinidad, tal y como la entendemos y vivimos, es muy rígida y dura. Eso es algo heredado y el problema de la violencia doméstica también tiene que ver con el miedo, por ejemplo, a que te sean infiel y con esa masculinidad que no soporta ser vulnerable. Cuando tú te tomas un par de whiskies toda esa tensión corporal de ser hombre pesa menos y por eso hay un montón de alcohólicos. La masculinidad es una causa real de enfermedades en el cuerpo de los hombres y el feminismo es una cosa que necesitamos como el agua.

Da la sensación de que detrás de esa voluntad de reconstruir la vida de su abuelo, Nicomedes Miranda, había una necesidad de buscarse a sí mismo.

Hay varias voces dentro de las personas. Por una parte, en mi caso, estaba la del escritor, que me decía que para qué me iba a ir a algo lejano cuando mi familia es un material muy auténtico, que conozco de verdad y con muchas historias interesantes. Todas las cosas que le pasaron a mi familia no me dan vergüenza, pero esa parte de perder la vergüenza y sentir el orgullo de la propia clase social a la que uno pertenece y ser capaz de hablar de las dificultades es algo que mi familia no había podido desarrollar porque estaba más pendiente de llegar a fin de mes. Ha sido un lujo increíble poder honrar de alguna manera a mi pasado, a mi clase social y a mi marca de estirpe, que tiene que ver con la pobreza y con la subsistencia.

Antes de terminar, ¿qué tal ha llevado el confinamiento?

Vivo solo y me gusta la soledad, pero el confinamiento me ha hecho ver que soy muy social y lo necesario que es mirarnos a los ojos, tocarnos, abrazarnos, salir y todo lo que damos por supuesto hasta que no lo podemos hacer.