En Venezuela, o mejor, en el Gobierno de Nicolás Maduro, la verdad no es la verdad sino la verdad establecida por su camarilla. Sin matices. Sin coladeros. Controlándola para que sea así sin rechistar. Vamos, la aspiración de otros tantísimos gobiernos.

En el de Donald Trump, con el loco naranja al frente del país más potente del mundo, es él mismo el que da, retira, niega o ignora a los periodistas que le tocan el flequillo, con los que se enzarza en tensas diatribas para hacerles ver, a ellos y a sus medios, que se están pasando porque sólo publican fake news, noticias falsas que no tienen nada que ver con la realidad. Con la realidad impuesta desde su máquina de propaganda.

Nicolás Maduro y sus secuaces van más allá. Cortan de raíz el problema, la disidencia. Matan al perro para acabar con la rabia. Lo último, hace unos días. La CNN en español que emite en el país publicó un reportaje en el que un ex funcionario acusaba al vicepresidente de vender pasaportes venezolanos a musulmanes sospechosos de relaciones con el terrorismo. Enseguida, moviendo la colita, la Comisión Nacional de Telecomunicaciones, un poco harta por este y otros atrevimientos, califica las informaciones como "una agresión contra la patria" que dan como resultado un "clima de intolerancia" que puede derivar en "agresiones externas contra la soberanía".

Hace unas semanas fue el propio Maduro el que descendió a otro tipo de minucias, dando combustible al fuego del malestar gubernamental, afirmando que un reportaje de la CNN sobre la precariedad de un colegio, es "asunto de nosotros, CNN, no metas sus narices en Venezuela". Así ha sido. A CNN le han cortado la señal.