Ocho años separan 2005 de 2013, guarismos que dan título a la exposición que Adrián Cardona inaugura hoy en la sala de cultura Sa Nostra-Consell d´Eivissa. Ocho años que se reducen a un escalón.

Subiéndolo, al fondo del espacio, bajo una luz roja y unas ramas en movimiento proyectándose en el techo, 2005. Obras que Cardona creó cuando aún era estudiante, en Valencia, en un piso en el que las piezas y su trabajo apenas le dejaban aire. «No las había expuesto nunca», comenta Cardona señalando los cuadros, cargados de material. Madera, pintura, huesos de pollo, pasamanería, perchas... Es la parte más oscura. Figuras y trazos inquietantes. Crucifixiones. Rostros desfigurados. Incluso máscaras que recuerdan monstruos salidos de las profundidades del bosque. «Están hechos con despreocupación, son muy viscerales», reflexiona Cardona, que confiesa que le dio muchas vueltas antes de incluirlos en la exposición. «Al final pensé que son una parte de mí, si a alguien no le gustan no tiene por qué mirarlos», concluye bajando el escalón, volviendo de nuevo a 2013. Si la sala hubiera sido más pequeña es posible que esas obras, algunas de las cuales estaban abandonadas y desmontadas, hubieran seguido condenadas al ostracismo. «Me planteo volver a eso», susurra mirando de reojo las piezas que creó cuando era estudiante.

Cardona está convencido de que esta es su exposición «más sincera». En las paredes de la sala muestra lo que fue hace ocho años. Y lo que es ahora. Y en el fondo no hay tantas diferencias como la forma induce a pensar. Del caos a la geometría. Del descontrol controlado al control descontrolado. «Estas obras, evidentemente, son mucho menos recargadas, pero siguen siendo muy densas», explica el artista ibicenco. El espacio en el que crea ha cambiado -«entonces estaba en un piso claustrofóbico y ahora en medio del monte»- y también la música que escucha mientras no existen más que sus cuadros.

Los materiales siguen siendo los mismos. La madera sigue siendo la protagonista absoluta, además de la pintura, el papel y el polvo de aluminio. Las vetas y formas de tablones y tablas se dibujan y crean relieves sobre las obras, muchas de ellas en negro y un gris arena. «La oscuridad hace que no se vea todo a primera vista. Hay que buscar. Acercarse para ver los relieves. Hay caminos que se pueden seguir», explica frente a un cuadro, siguiendo en el aire, con los dedos manchados de pintura, esos caminos marcados por la materia. «Siempre estoy rozando el límite entre la pintura y la escultura. Es pintura porque son cuadros, están colgados en la pared, pero roza la escultura», comenta. De hecho, no descarta incluir alguna escultura en la exposición.

Cardona explica que siempre necesita encontrar algo (una imperfección, un arañazo, una herida, una cicatriz) en la madera que le incite a empezar una obra. «Voy construyendo a partir de ahí», explica. Por eso, porque todas tienen su propio nacimiento, sus propias piezas con otras vidas, Cardona cree que cada obra necesita tener un nombre.

Esas imperfecciones, esas vidas anteriores, se esconden en la distancia y se exhiben con los ojos pegados a los últimos cuadros. De colores (verde, rojo, amarillo) y, en apariencia, simples. «Lo parece, pero no es así, hay mucha materia, mucha densidad, pesan», indica. Bajo los mil tonos de una capa de verde se ocultan los tablones de una vieja jardinera. «Sin esos años a la intemperie sería imposible conseguir ese efecto». Los trenzados de paralelepípedos fueron, antes de pasar por sus manos, los desechos de una carpintería. «Los corté uno a uno, fue un trabajo de chinos». Las láminas que forman una cuadrícula roja están pretendidamente torcidas. «Algo muy planificado que se acaba desmoronando», reflexiona.