­Cuánto de talismán y cuánto de escultura hay en cada una de sus obras es algo que el andaluz Marcos Domínguez aún no ha conseguido averiguar. Tampoco es algo que le quite el sueño. Sabe, siente, que sus figuras tienen algo mágico, chamánico. Y eso es suficiente para este escultor que pasa el año entre los «pelicaneros» de los talleres del espacio cultural Pelícano de Sevilla y las olas, el sol y la arena de las playas de Cádiz y Almería. Ese animal da nombre a la exposición que inaugura esta noche en el Club Diario (20.00 horas), en la que presentará doce de sus últimas piezas salidas de la madera y la piedra. «Es martes trece y seremos trece, doce obras y yo», comenta entre risas.

Algunas de ellas con historias singulares que refuerzan el aspecto mágico al que alude Domínguez. Es el caso del elefante. Marcos Domínguez había acabado la obra en una de sus estancias en Cabo de Gata. Soñó con una cabeza de elefante, se levantó, fue a pasear por Lucainema (Almería) y lo primero que vio fue una escultura de Ganesha, el dios hindú que tiene cabeza de elefante.

«Quizás la magia va por delante del pensamiento, abriendo ese mundo en el arte para superar la realidad. Hay algo muy cercano a la magia en el sueño», reflexiona el artista. «No sabría acotar dónde empieza una cosa y termina la otra», añade Domínguez, que últimamente está descubriendo otros materiales, como las resinas y el porexpán. «Ya estamos viviendo con ello. Ahora te compras un jerséi de lana y el 40 por ciento es acrílico», explica. Para él, esculpir estos materiales es algo más que cambiar la materia prima, es reflejar los cambios de la sociedad en la que vive.

Desde los 18 trabaja la madera y la piedra, materiales duros. Le obligan a golpearlos, a trabajarlos con fuerza, darles hachazos, romperlos... A tratarlos con rudeza para sacar la suavidad y la dulzura que sabe que esconden. Domínguez llegó a ellos de una forma tan casual como lógica. Trabajaba el barro y estaba harto de que se rompiera. Se pasó a la piedra. Y se acercan ya a las tres décadas de enamoramiento. «Con los golpes, la piedra y yo intercambiamos energía. Creamos un lenguaje. Me va diciendo lo que lleva dentro. Hay cierto sufrimiento en ese proceso», explica el artista, que disfruta con esa parte tan física de su trabajo. «Los materiales blandos me ponen nervioso», confiesa.

Domínguez confía encontrar en Ibiza, lugar en el que nunca ha estado, el mismo mar que baña todas sus obras a pesar de que parte del año vive en una ciudad sin mar. Pero con río. Pelícanos, sirenas, diosas de la mar, peces de bestiario... «El mar siempre salpica toda mi obra», explica el artista, que recuerda con cariño los veranos que pasaba de niño en Conill de la Frontera, en Cádiz, un lugar que ahora mira con la nostalgia del paraíso perdido, pervertido por el paso del tiempo y las grúas de construcción.

«Las esculturas reflejan lo que he vivido y tienen un componente mágico, chamánico, algo que nos invade, que nos transforma, que sentimos. La escultura toma sentido por esta fórmula mágica, por el espíritu que prevalece, lo que expresamos, que un día puede ser una cosa y al siguiente, otra», continúa Domínguez, que además del elefante que nació antes de ver a Ganesha trae a Ibiza, entre otras piezas, un hombre que alza los brazos en busca de energía y una diosa que tanto es de la locura como del mar. «El mar desquicia. Tiene muchas caras y nunca sabes cómo va a reaccionar. Incluso estando en calma», justifica.